Aunque siempre andamos en el camino, siento que, con el paso del tiempo, el Aikido ha pasado a ser el centro de mi vida. A veces de manera consciente y muchas veces sin darme cuenta, mi pensamiento y mi conducta se rigen de forma distinta a como lo hacían antes. Yo corría de un lado a otro, simplemente por no estar en ningún lado; dejaba las cosas a medio hacer, me citaba a la vez con dos personas en dos sitios diferentes, no sabía decir que no; me comprometía a cosas que no podía cumplir, nada me llenaba lo suficiente, lo quería todo y lo quería ya.
Me molestaba mi trabajo, me molestaba cuidar de mi hijo, que era un bebé, me molestaba tener que ocuparme de cualquier asunto. La gente no me interesaba, fuera de mi círculo. Yo creía ser el centro del Universo y lo demás tan solo me rodeaba. Todo suponía un problema si no se adecuaba a mis intenciones, a mis deseos.
Eso pasó.
Ahora todo me viene bien; los problemas no son problema, la frustración no me frustra. Siento que todo es como debe ser. Acepto y cedo, e intento comprender el sentido de cada cosa que viene y de cada cosa que se va. No significa que a menudo no sienta miedo o inseguridad o dudas, claro que sí, pero la sensación ya no es mala, no hay oposición, me muevo en la dirección de la corriente y sé esperar, atento. Todo se coloca por sí solo, sin interferir. No quiero decir que me haya vuelto pasivo o que me resigne a mi suerte; es distinto.
Es saber, o intuir, que la inmensidad de la vida tiene sus propias leyes y que todos y todo volveremos a la fuente original, queramos o no.
Me interesan las personas que conozco y también las que no conozco; comprendo que es sólo cuestión de azar que unos sean tu familia directa o tus vecinos o tus compatriotas y otros no; me admiran sus afanes, sus preocupaciones, la vida de cada cual. Comprendo que son tan importantes y valiosos como cualquiera. Comprendo que mis motivos no son más prioritarios que los suyos ni mi vida más importante.
Así, cuanto más doy, más recibo. Disfruto de cualquier cosa, por insignificante que sea, y me siento más receptivo emocionalmente y más respetuoso. Me siento querido, siento que el mundo me devuelve gustoso la sonrisa.
Pudiera ser que hubiera madurado igual en el curso de estos años sin el Aikido, pero creo que no es así, por dos razones: a diario veo personas cargadas de amargura, de envidia, de afán por competir, por imponerse, por salvaguardar lo suyo al precio que sea, atados al mundo de los objetos, de las posesiones, usando la violencia como herramienta contra otros seres vivos, a menudo indefensos.
La segunda razón son mis compañeros: el Maestro y el tatami, como las olas del mar hacen con las piedras de la orilla, van desgastando las impurezas, las estridencias, poco a poco, desechando lo que no sirve, puliéndonos suavemente, pero de manera constante, hasta llegar al corazón; y es entonces, con cada entrenamiento, que la alegría, la alegría de vivir, la alegría incontenible surge de nuestro interior y podemos llevarla para compartirla por doquier.
Feliz Navidad.
JAS Samiñán.
Estupendo artículo para las entrañables fiestas que vienen, gracias
ResponderEliminar"Sami" tiene el Don de trasladar de forma certera y sencilla su dia a dia y la infiuencia que recibe despues de 10 años en el Camino (en esto es de mi quinta).
ResponderEliminar;)
Me ha emocionado. Gracias por acercarnos estas reflexiones y sentimientos.
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